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Conociendo un mundo
con la fotografía
POR: ANGIE LORENA FRANCO
1 de junio de 2016
Lo único que nos quedaba era hablar de la naturaleza en un país del que solo se habla de guerra. Ni siquiera recuerdo porqué llegamos a un lugar recóndito, en uno de los departamentos más endémicos de Colombia, aquel donde se labra la tierra, donde el campesino viste de ruana y sombrero y la carranga hace de esta población "verraca" la mejor rumba criolla.
Llegar a Boyacá empezó a ser un privilegio cuando mi compañera y yo viajamos a Monguí con un proyecto ambicioso, de esos que muchos idealizan pero pocos se atreven a construir. Somos dos jóvenes que creen en la paz con la naturaleza, que ella también necesita que el hombre se desarme de esa ambición que lo ha llevado a acabar con los más bellos recursos de Colombia.
Creemos que aunque el periodismo está hecho para investigar e informar, podemos educar con este oficio, aún más cuando permitimos que las generaciones más jóvenes participen con sus relatos, sus experiencias y la iniciativa de aprender a ver y entender el mundo a través de la fotografía.
Un sábado en la mañana, Adriano Dueñas, Camilo Pongutá, y los hermanos Víctor y Hugo Siabato emprendieron camino junto con nosotras y Joaquín Gómez, un artista oriundo de 60 años y uno de los pocos habitantes de su generación que ha sabido escuchar los fuertes gritos de la naturaleza. A pocas horas del pueblo caminamos hacia el páramo de Ocetá, un ecosistema lleno magia, un refugio de la perfección y una de las pocas cunas de agua que Colombia aún conserva. Nuestro fin: educar.
Para llegar al páramo hay que caminar por senderos empinados, desde donde se ven los cultivos de papa, el ganado arreado y las familias bajando "de a caballo". A 40 minutos de camino, la naturaleza ya empieza a contar su historia, pues a lo lejos ya se ve la peña de Otí, una montaña que fue tajada en la época de la colonia para hacer con su piedra la mayor parte de la construcción de este pueblo como: la Parroquia de Nuestra Señora de Monguí, el Puente Real de Calicanto y la capilla de San Antonio.
Con la fotografía queríamos que ellos se enamoraran de la naturaleza, de sus colores perfectos, de las formas únicas de cada montaña, de los detalles tan pequeños que la conforman y determinan las cosas importantes de la vida. Sabíamos que hasta una gota de agua estancada podría ser protagonista de imágenes impresionantes.
Cuando llegábamos al subpáramo, donde el bosque es montano, con arbustos y árboles bajos, Adriano, de 10 años, apenas empezaba a fotografiar los paisajes con su cámara.
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Fotografías: Mi Páramo (Cada fotografìa fue tomada por los estudiantes que participaron en el taller)
Su perspectiva parecía tener una ventaja en el grupo cada vez que obturaba, se arrodillaba, se tiraba al suelo para tener una mejor perspectiva. Robert Capa decía "si tus fotos no son lo suficientemente buenas, no estabas lo suficientemente cerca” y Adriano lo tenía más que claro. Sus fotografías trataban de crear ilusiones ópticas, haciendo que un objeto pareciera más grande, más pequeño, más lejos o más cerca de lo que realmente es o está.
Entre tanto, el resto del grupo seguía su camino hacia la Caja del Rey, el monolito cargado de leyendas que los visitantes han ido relatando con jocosidad. Allí mi compañera y yo entregamos nuestras cámaras, esas serían nuestras únicas herramientas para que ellos conocieran de cerca este ecosistema. Este taller fue una primera incursión en el mundo de la fotografía.
A través del juego, las leyendas y los sabios consejos de cuidado ambiental de Joaquín, empezábamos a intuir en ellos que sus miradas son un instrumento muy potente para elaborar relatos, contar historias que no se pueden con palabras, pero lo más importante, se puede contemplar cada especie, cada paisaje y entender que su belleza es lo que nos da vida.
Continuamos nuestro camino, y entre tanto, los cuatro niños obturaban; a través del lente iban sintiendo interés por lo desconocido. Los frailejones de todas las tonalidades, los lupinos morados, los senecios amarillos, las flores y las montañas se iban convirtiendo en un espectáculo digno de ser fotografiado. Siempre anteponiendo la seguridad, el respeto y admiración por la naturaleza.
Nuestro escenario era inmenso, pero más que ello era un privilegio llegar después de cinco horas de camino, a uno de los páramos más hermosos del mundo, captar grandes escenarios de la naturaleza.
Aunque el páramo queda muy cerca de Monguí, muchos habitantes no lo conocen, apenas saben que hay un lugar que llama la atención de los turistas, un pequeño grupo del pueblo que lo cuida y otros que han ido extendiendo sus tierras hasta arriba, donde ya no hay frailejones, solo cultivos de papa, caballos y ganado.
Solo los hermanos Siabato conocían el páramo y por eso podíamos notar la admiración del resto del grupo cuando sentían por cada color, cada forma, cada textura única de este ecosistema.
A medida que íbamos subiendo, ellos hacían cada foto con más facilidad, ya no veían la cámara como un artefacto y por el contrario, se animaban a fotografiar cada detalle, unas horas después su constante práctica hacía que tomarán las fotografías sin cámara, para luego hacerlas realidad, pues primero observaban, apreciaban cada composición.
Ya estábamos en medio de centenarios frailejones que parecen ejércitos que cuidan el agua. Se dice que su nombre se debe a su parecido con los frailes y que significa frailes vistos desde lejos. La neblina y la lluvia nos detuvo por un largo tiempo, nuestra manos no soportaban tocar los lentes fríos, ni sentir que este nos quemara.
Así que solo caminamos, para llegar a la cúspide de Ocetá, desde donde se veía la Laguna Negra a 3.688 metros de altura. Sin embargo, antes de llegar el viento nos tambaleaba, ya no se escuchaban los disparos de la cámara, sólo el fuerte soplo del viento.
Cuando llegamos a la Laguna Negra, nos dimos cuenta que hacer fotografía de naturaleza implica pasión y dedicación de tiempo completo, pues la naturaleza no te esperaba, eres tú quien tiene que esperarla para capturar lo mejor de ella.
También recorrimos la Ciudad perdida, donde cuenta la leyenda que escondieron los muiscas su oro y desde donde también se ven otros accidentes geográficos que han dejado centenares de monolitos debido al llanto del ecosistema.
Con la luz de la luna
Ahora ya solo nos quedaba regresar antes de que anocheciera, pero el camino se hizo largo. Bajamos hasta la laguna y por sugerencia del guía decidimos ir por otro camino, pero ahí empezó nuestra odisea. Caminamos sin nada de comida entre los cerros sin sendero y los niños solo se reían.
Finalmente eran niños, esa fase inocente en la que la felicidad barre con toda dificultad. Sin embargo, unas horas después, este ya no era el caso, entre más caminábamos más adentro de Ocetá estábamos, subíamos y bajábamos colinas.
Nos arrastramos para pasar debajo de las cuerdas eléctricas, pues irónicamente algunas partes del páramo delimitadas para la agricultura. Ya habíamos completado 10 horas en el páramo y éramos cuatro niños, un guía, mi compañera y yo. La luna era nuestra única luz, nos había alcanzado la noche y aún no teníamos camino. Caminamos hacia una choza que alumbraba desde lejos, pero unos perros del campo fueron los únicos que nos recibieron con ladridos agresivos.
Solo en ese momento fuimos conscientes del riesgo que corríamos, tanto así que mi único refugio en ese momento fue el establo de las ovejas. Desde allí escuchaba los gritos del grupo y las arengas de Joaquín que con palos espantaba a las mascotas, esas mismas que alertaron a su amo que estaba adentro de la casa, salió y mientras sostenía una escopeta en la mano, nos gritaba, ¿quién anda ahí?
Aquel campesino pudo haber sido nuestro villano, pero su aparición había sido como la de un ángel. Cuando nos vio calmó a sus perros, bajó el arma y a lo lejos nos indicó el camino de regreso a casa. Como nómadas seguimos el caminando sin rumbo fijo, solo era monte y tierras movedizas que no nos permitían ver dónde dábamos cada paso.
En nuestra marcha ya no se escuchaban risas, solo un silencio incómodo de preocupación, pues los siete sabíamos lo lejos que estábamos, no teníamos comida, ni abrigos suficientes, habíamos caminado por más de doce horas hasta un pueblo diferente (Mongua) a una hora de distancia de Monguí y sin un peso en los bolsillos.
De ese grupo que salió en la mañana con todas las ganas de aprender y conocer un ecosistema al que pocos tenemos privilegio, sólo quedaba el cansancio, los pies adoloridos y la piel quemada por frío.
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Fotografías: Mi Páramo (Cada fotografìa fue tomada por los estudiantes que participaron en el taller)
Pequeños fotógrafos
Meses después, cuando ya no había llagas en los pies, decidimos volver a Monguí para exponer el resultado de aquella experiencia en el páramo. Treinta fotografías mostraban la belleza, el ojo fotográfico de cuatro niños de 10 a 13 años, todas habían sido tomadas por cada uno de ellos.
Nuevamente con el corazón lleno de esperanza, volvimos a este lugar con el fin de mostrar este mundo desconocido por muchos de los habitantes, que tiempo atrás nos vieron como unas intrusas forasteras.
Todo empezó a ser más irónico, el padre de la iglesia, resultó ser quien apoyó esta idea, así que colgamos nuestras fotos en la entrada de la iglesia. Solo queríamos que cada habitante, niño, joven, anciano, turista, extranjero viera la maravilla que hay detrás del pueblo.
Sabíamos que aunque muchos se jactan diciendo que tienen el pueblo más bello de Colombia, muchos que habían crecido ahí nunca habían ido al páramo, ni siquiera sabían de su importancia y los cambios que ha tenido.
La sorpresa fue grata cuando aquellos hombres, mujeres y ancianos de sombrero negro, enaguas y alpargatas se acercaban maravillados, murmuraban entre ellos y sonreían luego de ver las fotografías. Aquel momento solo duro unos minutos antes de que llegaran personas de logística y nos hicieron bajar toda la exposición.
¿La razón? venía de la honorable viceministra de agricultura o cultura, ni siquiera ellos sabían, solo sabían que venía una figura pública y que eso ya era motivo para sacar la casa por la ventana, con un concierto en la plaza, desfiles culturales y quitar cualquier cosa que para ellos se viera fea, como las fotografías del páramo al que una vez Andrés Hurtado, periodista ambiental de El Tiempo, reconoció como el más bello del mundo.
Ahí nos dimos cuenta de lo lejos que puede llegar a ser la ignorancia del hombre, no pedíamos fama, ni aplausos, ni reconocimientos, solo queríamos que ellos, los que viven allí, se dieran cuenta del tesoro que hay detrás de la montaña porque no podemos pretender cuidar algo si no lo conocemos.
Nuestro segundo plan fue la capilla de San Antonio y como perro que corren de la iglesia, descolgamos las fotografías y las expusimos dentro de la capilla. Allí la gente nos visitó, niños, jóvenes, ancianos, turistas, fotógrafos y hasta un amigo caricaturista. También estaba una obra de arte de nuestro amigo Joaquín, un óleo sobre lienzo de Ocetá.
Al fin habíamos logrado que más de 100 personas no vieran fotografías, sino que contemplaran y recordaran a través de ellas, un espacio educador para la construcción de una generación que no quiere seguir cortando la rama que los está sosteniendo.
COPYRIGHT © 2016 MI PÁRAMO.
Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin autorización escrita de su titular.
http://lorefr93.wixsite.com/mi-paramo Periodismo Cívico y Social para protección del páramo de Ocetá en Monguí, Boyacá “Mi Páramo”